Ambivalente.
Todo lo veía oscuro con aquel ojo, el derecho.
Podía estar viendo la criatura mas bella del planeta con su ojo izquierdo, pero
con el otro veía una terrible bestia con dientes afilados y un aglutinante
líquido viscoso y mal oliente resbalando entre esos cuchillos afilados que
salían de esa boca rígida; una bestia del mismo infierno de ojos rojos
penetrantes y agresivos. La mitad de su rostro mostraba compasión y ternura, la
otra mitad, desprecio y ganas de huir. A veces decidía encerrarse en las penumbras
de su mundo para no ver nada ni a nadie que le hiciera sentir esa sensación de
malestar derecho y bienestar izquierdo. Nada en su vida era demasiado normal,
ninguna rutina, o silencio o música. Comer le daba acidez de un lado y
satisfacción del otro; una simple ración de algo podía ser una delicia y un
conjunto de gusanos al mismo tiempo según la perspectiva. Adalgracia no sabía nada de esto; no comprendía muchas veces las extrañas actitudes de su marido. Hacía ya casi veintiocho años que estaban juntos y había aprendido a lo largo de todos esos años a aceptar sus momentos de angustia y soledad en silencio, como si nada pasara. Él solo quería matarla desde que la vio por primera vez en aquella reunión en casa de sus suegros cuando apenas ambos tenían diez años, pero su ojo izquierdo sentía por aquella mujer algo muy parecido al amor y eso le impedía terminar con el asunto.
Adelfo y su familia recién llegados a la ciudad, habían sido invitados por sus nuevos vecinos los Morticur a tomar el té a modo de bienvenida, y además, para conocerlos y ofrecerles cualquier tipo de ayuda, como presentarles la ciudad o los negocios con mejor mercadería, mejores precios y ofertas, como se estilaba hacer en aquel entonces. Adelfo era un niño callado de rostro pálido y sin expresión, frío y de una mirada muy misteriosa. Ese día fue obligado a jugar con Adalgracia; él solo recuerda ese sentimiento de odio irracional hacia ella que lo llevaba a querer una sola cosa, su muerte. A medida que fueron creciendo la vida y los padres de ambos, quienes habían entablado una buena relación, los encaminaron hacia la puerta del sagrado matrimonio. El misterioso hombre nunca opinaba o discernía, solo acataba órdenes que luego cumplía, temía contradecir a las personas por miedo a lo que eso pudiera generar en él.
Un día mientras miraban el atardecer tras las montañas, creyó que era el momento oportuno para revelarle a su mujer el secreto que venía ocultando desde que conoció el mundo. La miró.
Adelfo y su familia recién llegados a la ciudad, habían sido invitados por sus nuevos vecinos los Morticur a tomar el té a modo de bienvenida, y además, para conocerlos y ofrecerles cualquier tipo de ayuda, como presentarles la ciudad o los negocios con mejor mercadería, mejores precios y ofertas, como se estilaba hacer en aquel entonces. Adelfo era un niño callado de rostro pálido y sin expresión, frío y de una mirada muy misteriosa. Ese día fue obligado a jugar con Adalgracia; él solo recuerda ese sentimiento de odio irracional hacia ella que lo llevaba a querer una sola cosa, su muerte. A medida que fueron creciendo la vida y los padres de ambos, quienes habían entablado una buena relación, los encaminaron hacia la puerta del sagrado matrimonio. El misterioso hombre nunca opinaba o discernía, solo acataba órdenes que luego cumplía, temía contradecir a las personas por miedo a lo que eso pudiera generar en él.
Un día mientras miraban el atardecer tras las montañas, creyó que era el momento oportuno para revelarle a su mujer el secreto que venía ocultando desde que conoció el mundo. La miró.
Adalgracia tenía esa sonrisa poco común que trasmitía
caricias al alma, era una mujer poco agraciada pero de muy buen corazón, por
eso tenía muchas amistades a las que visitaba los días que Adelfo tenía esa
mirada turbia que pedía a gritos soledad; ella lo entendía y se iba respetando
su muda petición.
Esa tarde, esa misma sonrisa iluminada de
perfil por los pocos rayos de sol que quedaban sobre el horizonte, hicieron que
la mejor parte de Adelfo se sintiera a gusto para hablar, pero su peor parte
vio en el rostro cálido de Adalgracia una risita risueña y diabólica que lo
enfurecieron mas que nunca, como si de cierta forma esta desgracia que vivía el
consternado hombre tuviera vida propia y supiera lo que estaba por hacer. Ese
sentimiento homicida que estremecía todo el largo de su cuerpo dividido era una
clara señal de que no debía hacerlo, así que decidió tragarse su amarga bola de
odio y callar para nunca más volver a intentar hablar del tema.
Creyó también que la solución a su pesar era
terminar con su vida, pero sabía que un arma capaz de realizar esa labor,
puesta en su mano izquierda, haría de esta una tarea nunca realizada, pues
carecía de valor ese sector; si la tomaba en cambio con la otra extremidad
jamás llegaría a su fin, podía terminar en cualquier catástrofe que nada
tendría que ver con su verdadera finalidad; romper su existencia.
A lo largo de su vida había encontrado
diferentes formas de controlar su mal, diferentes técnicas que le daban algunos
segundos de respiro cuando la ira se apoderaba de él, por ejemplo, taparse el
ojo con la mano contraria, como quien se friega el rostro por cansancio, pero
ya todos saben que en este mundo la energía del diablo es demasiado fuerte como
para tratar de esconderla.
Hacía algunas semanas había entrado al régimen
católico, creyendo que había caído en una brujería sin querer. Habló con un
sacerdote buscando alguna especie de sanación o milagro, pero el clérigo por
error tomó al afligido por el hombro derecho y sin tener tiempo a reacción
alguna, Adelfo le contestó con un fuerte golpe al brazo del pobre viejo, de tal
magnitud que este quedó desconsolado lloriqueando de dolor en el piso mientras
el otro salía corriendo despavorido de horror, miedo o vergüenza, quien sabe.
Llegó a su casa donde Adalgracia quien preparaba la cena, saltó del susto y giró
su cabeza para encontrarse con el rostro descolorido y transpirado de su marido,
y en un ademán inesperado se le acercó y acarició la mejilla equivocada del
hombre en un gesto de consuelo. Adelfo sin poder luchar con su monstruo interno
quizá por cansancio o por no querer, tomó el cuchillo con el que minutos antes
ella trozaba un pavo y lo apoyó en su garganta, frío y con restos del ave que
sería la cena. Adalgracia sintió ganas de gritar en busca de ayuda o de una reacción
para traerlo de nuevo en si al hombre, pero no pudo, Adelfo la tomaba con firmeza
del cuello con su mano izquierda que esta vez, parecía compartir el sentimiento
de la mano contraria que sostenía fuerte el cuchillo en la garganta de la
mujer. Forcejearon unos minutos. Ella en un intento de defenderse y él en un
intento por concretar el acto, generaron un trastabille en el que ambos
terminaron en el suelo junto con la mesa que contenía el vasar listo y
preparado para la cena. Todos cayeron. La lucha continuó unos segundos mas
entre los trozos de platos y vasos rotos, hasta que Adalgracia logró safar una
mano para así tomar un trozo de vidrio, con el que acto seguido penetró el ojo
derecho de su marido al mismo tiempo que el filo del cuchillo desgarraba y separaba
la piel y la carne que envolvían el sudado cuello de la mujer. De pronto, el
fulgor rojo de los ojos de Adelfo desaparecía y la calma retornaba a la vieja
casa, mientras Adalgracia en un último suspiro prenunciaba un “lo sabía” y
moría con una sonrisa en su rostro, la misma sonrisa que acariciaba el alma de
Adelfo quien lloraba de alegría y tristeza en aquel charco de sangre que ahora
eran los restos fluidos de la mujer que le quitó una desgracia para darle otra
nueva.
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